Nació el 22 de octubre de 1071, su futuro estaba ya definido. Pertenecía, por cuna, a la familia más importante, poderosa e influyente del territorio occitano. Estaba, pues, claramente predestinado a desarrollar una brillante carrera política y militar. De hecho, fue IX Duque de Aquitania y VII Coms de Peitieus, y como tal intervino en las Cruzadas y guerreó con todos sus vecinos (en el Tolosanés, en Languedoc, en Aragón...).
Lo que ya no estaba previsto era que pasaría a los anales por inaugurar uno de los períodos literarios más brillantes y conmovedores de la historia: la literatura trovadoresca.
A finales del siglo XI y principios del XII la nobleza no sólo era bastante iletrada; en muchos casos era radicalmente analfabeta. Y no es que no tuvieran los medios para ilustrarse, no; precisamente los pocos instruidos de la época pertenecían a la nobleza más rancia, al aparato administrativo… o al clero. Por eso, teniendo quien les pusiera por escrito cada carta, edicto u ocurrencia, ¿quién se iba a devanar los sesos peleando con un latín ya agonizante o con las nuevas lenguas que surgían entre sus cenizas?
Guilhem fue la gran excepción de su época, y no sólo él dio lustre a la reciente langue d’oc, separada literariamente de su vecina langue d'oïl en el s. X, sino que instauró una dinastía de difícil parangón en la historia. Recordemos que su hija fue la indómita Leonor de Aquitania, feminista y protectora de las artes y las letras, en cuya corte florecieron Chrétien de Troyes o André le Chapelain -Andreas Capellanus-, entre otros, y nieto suyo fue el legendario Ricardo Corazón de León, perfecto ejemplo de acabado caballero, de courtoisie, que podía componer poesía tanto en francés como en occitano.
A Guilhem le cabe el honor de haber sido el primer trovador con producción escrita conocida de la historia, aunque se sabe el nombre de un contemporáneo suyo, Ebles de Ventadorn, muy celebrado en la época, cuyas obras se han perdido. Sea como fuere, él abrió una nómina que, hasta mediados del s. XIV, había dado al género 123 autores conocidos y un buen puñado de composiciones anónimas, según el definitivo estudio que el gran Martín de Riquer, medievalista y provenzalista insigne y maestro de maestros -cuyo nombre incluso tiene resonancias trovadorescas-, hace en su obra “Los trovadores”. (3 tomos, Ariel, 1983)
Es cierto que la producción de Guillermo de Aquitania -nombre con el que ha pasado a la literatura- es corta, sólo 11 canciones conservadas, pero atesora una calidad formal acendrada y, sin salirse de los temas recurrentes –que para eso es el que marca el camino-, sorprende por su finura y originalidad unas veces, y otras por su ironía y una sensualidad rayana en lo grosero. La perfección de su versificación, de la que es consciente, hace suponer que tuvo maestros, y que el género llevaba rodando algún tiempo, y es más que probable que debamos a su noble origen la cantidad de datos de todo tipo que conservamos de él y afortunadamente también las canciones.
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